Quinto mandamiento

viernes, 19 de febrero de 2010 | | | |

La noche en que maté a Marianita, también maté el último apéndice de escrúpulos que me quedaba. A veces me llega el nítido recuerdo de esos gemidos suplicantes, las últimas vibraciones de su cuello en la palma de mi mano, una lágrima que escapaba de sus ojos cada vez más rojos… cuánto calor emanaba de aquel cuerpo, cuán fría quedaría su carne, que estaba podrida antes de haber muerto.

Mariana Valle, la primera de mis muertas, aunque pudo haber otras antes. Solo que antes, aun sentía vergüenza, aun sentía temor de Dios, aun escuchaba la voz de mi madre. Pero ya no, desde ese momento no, y fue Mariana la que me habló cada noche, la que durmió conmigo y me dio el valor necesario para continuar con mi causa. La causa que nació con su muerte y que morirá con la mía.

Después de Mariana vino Karen, y luego de Karen, Sofía. Hubo también un par de hermanas. Todas muertas entre mis manos. Su sangre se acumuló con la mía. He de confesar que con el tiempo fui mejorando mis tácticas, admito que siempre fui perfeccionista, cada una sufrió más que la anterior, cada una sintió su muerte y la de quienes llegaron primero a la noche repentina de la vida. Pero nunca estuve solo, Mariana siempre estaba ahí para vigilarme, me advirtió de mis excesos, y festejó conmigo al final de cada día.

No. Yo no las busqué, fueron ellas quienes vinieron a mí, como liebres hacia el cazador, mansas e indefensas, aunque podridas por dentro. Por eso tenía que matarlas, alguien tiene que hacer esa labor, y yo me siento satisfecho con el noble propósito que le he dado a mi existencia. Ninguna era distinta de las otras, solo eran una más, como no hay diferencia entre las vacas que llegan a un humilde matadero. Excepto de Mariana, mi siempre dulce Mariana, que me mostró el cielo y me quemó en su infierno… a quién me uno hoy en la eternidad.

Sabía que el momento llegaría aunque nunca me interesó saber cuando, de todas formas ahí estaría siempre mi Mariana esperando. Solo quise aprovechar el tiempo y agregar créditos a mi labor, pero siempre fui consiente de que quedaría inconclusa. Ahora es mi voz la que se corta, y mis lágrimas las que huyen, nunca por dolor, mucho menos por pena alguna, simplemente porque así reacciona el cuerpo a los estímulos de la muerte impuesta, la que yo puse tantas veces como oleo bautismal, y que hoy le llega a este sediento como agua bendita.



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